Cuba no se convirtió en un estado fallido de la noche a la mañana; simplemente ha estado cayendo durante 67 años. La situación límite que vivimos hoy no es más que la consecuencia natural de un sistema que, desde sus inicios, fue parasitario y destructivo, incapaz de construir nada sólido o sostenible. El castrismo no sembró ni esperanza ni progreso: sólo humo, represión y ruina.
Cuando Fidel Castro tomó el poder en 1959, heredó una economía con potencial —imperfecta, sí, pero activa y abierta al mundo— que había logrado ciertos índices de prosperidad bajo el régimen de Fulgencio Batista. Pero en vez de administrar con responsabilidad, el nuevo régimen optó por el despojo arbitrario. Expropió forzosamente propiedades privadas, incluyendo empresas estadounidenses, sin compensación alguna. Ante tal atropello, Estados Unidos respondió congelando los bienes cubanos y estableciendo el embargo comercial.
Castro, fiel a su naturaleza de sanguijuela ideológica, se arrojó a los brazos del bloque soviético. Y así, comenzó a vivir del subsidio del imperio comunista, que con gusto financió su delirante megalomanía. En lugar de invertir en el desarrollo interno de Cuba, el régimen utilizó los recursos soviéticos para exportar guerrillas, guerras y caos a América Latina y África, soñando con la figura napoleónica con la que siempre quiso ser comparado.
El proyecto económico fue una farsa desde el inicio. En lugar de diversificar y modernizar la economía, Castro convirtió a Cuba en un monocultivo de caña de azúcar. Su famosa meta de producir 10 millones de toneladas terminó en un estruendoso fracaso que quebró aún más las bases productivas del país. Lo único que produjo fue más pobreza y más frustración.
A lo largo de las décadas, el castrismo ha demostrado ser un sistema que sólo sabe chupar del sacrificio ajeno, sin preocuparse jamás por generar bienestar genuino para sus ciudadanos. En los años 80, muchos creyeron ver una bonanza, pero fue una ilusión alimentada por los abundantes subsidios soviéticos durante la Guerra Fría. Esa década no fue prueba del éxito del modelo, sino del empeño de Moscú por maquillar el fracaso del socialismo cubano.
Con la caída del bloque soviético, llegó el llamado «Período Especial», una época de penurias extremas que nunca terminó realmente. Fue apenas disimulada cuando Hugo Chávez, en su populismo petrolero, permitió que el régimen cubano viviera —una vez más— como parásito, esta vez del petróleo venezolano.
Raúl Castro y Miguel Díaz-Canel han continuado la misma política de mendicidad internacional. Pero ahora, sin un imperio al que aferrarse, Cuba se hunde. La destrucción es tal que, en muchos sentidos, el punto de no retorno ya se ha cruzado.
Hoy, la pregunta que debemos hacernos los que aún soñamos con la libertad de Cuba es dolorosa pero necesaria: ¿queda algo que reconstruir? Porque no se trata solo del colapso económico. Hay un derrumbe moral, una descomposición del tejido social, un pueblo que ha sido despojado hasta de la esperanza. El cubano promedio no sueña con participar en la reconstrucción de su patria; sueña con escapar de ella. La isla se ha convertido en un sitio donde la esperanza no germina.
Y si no logramos despertar en el cubano común la voluntad de lucha, el deseo de quedarse y reconstruir, entonces ni siquiera la libertad política —si llegara mañana— será suficiente para salvar la nación. La libertad solo será verdadera si va acompañada de un renacer moral y productivo. De lo contrario, será apenas un espejismo más en el largo desierto que ha sido esta dictadura de casi siete décadas.